domingo, 21 de noviembre de 2010


Reencuentro

…Entonces, como en un sueño me perdí en las calles. Sin sentido alguno caminé toda la tarde por la ciudad. Reinaba el total abandono, como si no existiera nadie en el mundo. Seguí caminando inerte hasta que finalmente encontré a alguien sentado en una banca de parque. Era alto y delgado, ligeramente atlético. Leía despreocupadamente un libro de Herman Hesse.

Esto era realmente extraño; el individuo que estaba allí, era yo con apenas diecisiete años. Me acerqué hasta donde se encontraba y tratando de no sonar insolente, le pregunté si estaba ocupado el asiento. No contestó, solo se recorrió, lo mismo hizo con sus libros que tenia a un costado para darme espacio.

Ahí estaba yo: sin ojeras, ni prematuras canas y sin esa calvicie incipiente. Miré de reojo sus libros; Kafka, Sartre, Camus, Schopenhauer, Nietzsche, Simón de Beauvoir… Dándose cuenta de mi curiosidad, desvió la atención de su libro para verme por un instante. Luego sin reconocerme, siguió de manera indiferente con su lectura.

Un accidente temporal me había hecho encontrar con el ser desgraciado que soy. Como si el destino me retara para cambiar el rumbo de lo que había sido mi vida hasta ahora.

De la nada apareció caminando frente a nosotros una atractiva adolescente, de ojos bellos y expresivos. Esa hermosa joven nos reconoció de inmediato, ya que nos dirigió una sonrisa. Le devolví la sonrisa con cierta nostalgia. En cambio, mi otro yo la miró sin ninguna curiosidad. Sacó un cigarrillo y lo encendió con el pucho del que ya le quemaba sus labios. Quise decirle que dejara de fumar, que a futuro tendría problemas de salud. Que siguiera a la que pudo ser la compañera de mi vida, que abandonara esa vida existencialista y que se olvidara de ver el mundo desde una óptica solitaria.

Pero decidí olvidarme de darle un sermón. Total, sabía que no haría caso. Me levanté del asiento, le di una palmada en el hombro. Me miró interrogante; en definitiva no me había reconocido. Saqué un libro de mi portafolio y allí junto a los demás le dejé: “Ese maldito yo”, de E. M. Cioran.